Me recordó, con el pulcro cuello de su camisa de trabajo blanca
acogotándole la amabilidad, que su cama bajo el estrés de mi peso (influido por
la fuerza cinética y potencial de mi épico salto) se rompería en cualquier
momento. Le saqué la lengua detrás de la mandrágora fuera de control que tengo
por cabello y procedí a quitarme los zapatos, empujando el talón de uno con la
punta del otro, arruinándolos en el proceso, según él, no sin antes aludir a mi
grosero gesto facial.
Me desvestí a los apurones, revoleando la
ropa por encima de mi cabeza en trayectoria directa al piso, mientras él, que
se aflojaba la corbata y suspiraba, recogía las prendas.
-No puedo creer, Lola, que sigas siendo
así de desastrosa. No soy tu padre para andar levantando tus desastres de mi
piso- masculló, tan característicamente, masticando el enojo, pronunciando mi
nombre tan provincianamente, tan encantadoramente. -Sigo sin entender qué hago
con una nena…
-Mujer.
-Como digas, una mujer como vos. Fumás
como un escuerzo, blasfemás como un pirata, tomás como un cosaco, no podés
evitar contestar ni tener la última palabra, te bañás demasiado, disfrutás del
ridículo público –o sólo de ridiculizarme a mí-, no podés seguir una
conversación por más de diez minutos que ya cambiás de tema, sos verborrágica,
sos demasiado orgullosa, sos terriblemente cabrona, decís las cosas inadecuadas
en los momentos inadecuados, dejás la ropa tirada, no tenés sentido del decoro
o el pudor…
-Y no te olvides de que salto a la cama
gritando ‘Y Benji Gregory en… ¡AAAAAALF!- le contesté, sonriente, mientras
prendía un cigarrillo.
Ah, pequeñas delicias de la vida en
concubinato.